Escrito por Juan Camilo Moreno
En 1986, gracias a una coproducción de la desaparecida FOCINE (en ese entonces dirigida por María Emma Mejía) y el ICAIC (Instituto cubano de arte e industria cinematográfica) se realiza una de las películas colombianas más importantes de la historia del cine nacional. A la dirección el reconocido director de teatro Jorge Alí Triana; en el papel protagónico Gustavo Angarita, actor proveniente también del teatro y que se hacía una carrera en la televisión; y en el otro protagónico Sebastián Ospina, actor también y guionista y colaborador de las películas de su hermano Luis Ospina. El guión como es sabido es obra de Gabriel García Márquez y cuenta con el aporte del novelista mejicano Carlos Fuentes, quien adaptara los diálogos al universo mejicano para la primera versión que se hiciera de la película, llamada igualmente “Tiempo de morir” y dirigida por el mejicano –y muy amigo de García Márquez– Arturo Ripstein en el año 1966 y la cual revolucionaría el cine del país azteca.
Y esta película es bien importante en la historia del cine nacional no sólo porque fue una coproducción con el poderoso ICAIC, y porque fue exhibida en varios festivales alrededor del mundo y cosechó algunos galardones, sino también porque es una película que crea un universo particular, en el que la música, el clima, la fotografía, los personajes y el ambiente se unen de forma precisa para narrar una historia épica y trágica en la cual los protagonistas están forzados a cumplir su fatídico destino.
Desde el título de la película conocemos ya cuál será el desenlace de la tragedia: la muerte espera pacientemente al protagonista Juan Sayago desde hace años. “Tiempo de morir” se adapta a las películas del género “western” donde cada personaje vive por su propia cuenta y se vale de sus propios medios para sobrevivir. En el ambiente revolotea el ineludible destino que ya ha sentenciado la vida de los forajidos hace tiempo, y ni las armas, ni el honor ni el amor pueden burlar el desenlace. “Tiempo de morir” tiene caballos, pistolas y pistoleros, un alguacil o alcalde que representa una ley ajena a los hombres y a la deudas, una ley de pura decoración; hay mujeres sabias que mueven los corazones y pasiones de los hombres pero sus amores no son tan poderosos para hacerlos cambiar de parecer y, como es común, al final serán ellas quienes vivan el resto de sus vidas con las penas y soledades que les han dejado los hombres y su gran deseo de poder y fatalismo.
Juan Sayago es el viajero, el hombre sabio, la leyenda, a quien no le entran las balas y quien ya está viejo para saber que lo único que quiere es recuperar ese valioso tiempo perdido por medio del amor. Julián Moscote conducido por la ira y el miedo, quien duda de disparar en el momento no indicado, pero quien será el primero en estar listo al momento del duelo, alguien a quien no le entran las palabras ajenas y a quien nadie compadece; obstinado con su figura de machote y obligado a hacer respetar un muerto que ni él ya conoce. Su hermano, el otro Moscote, con todo por delante, se divide entre la obligación y su propio juicio, a veces con decisión, a veces con miedo y la debilidad.
García Márquez escribiría relatos con características bien similares a lo largo de su literatura. Un pueblo olvidado –que se puede situar en cualquier rincón de Latinoamérica–, con historias de traición, duelo y muerte entre sus habitantes; un pueblo caliente, en el que se escucha música, se bebe alcohol y se habla con prostitutas, y en el que los recuerdos, los espantos, los susurros y las almas de los muertos van volando junto al polvo y la arena que recorre las calurosas calles, haciendo recordar viejas épocas, amores frustrados y deudas por saldar.
Nadie puede evitar que suceda lo que debe suceder. La historia del pueblo y sus habitantes corre hacia delante, incluso irracionalmente, con arrogancia, y ni nada ni nadie pueden hacerle zancadilla a la tragedia. Juan Sayago, quien está condenado a pagar su deuda con la muerte es al mismo tiempo un conciliador y un obstinado. Conciliador porque desea vivir en paz, y obstinado porque no va a vivir en otro lugar que no sea su pueblo y no va a renunciar al posible amor que lo aguarda, así la sombra de su muerte lo ronde a cada paso y exista una remota oportunidad de escapar y conservar su vida. El hermano Julián Moscote, conducido por el odio, el rencor y sobretodo el miedo no va a dejarlo tranquilo; bien le dicen en la película: “vas a terminar matándolo por miedo”. Cada uno tiene su honor y su valentía inquebrantable y esto prima por encima de cualquier circunstancia. El duelo a muerte es la única manera de resolver la disputa y es esta escena, la escena final, el perfecto desenlace en el que la muerte que cada uno lleva a cuestas durante tanto tiempo se hace presente. Tal como en una película de Sergio Leone el escenario final está solo, abandonado, corre la brisa y con ella la arena; el duelo comienza, paciencia, miradas y sudor; la mano al revolver y el índice listo a apretar el gatillo. Quién disparará primero. La suerte ya está echada.